En el año 1890, en lo que hoy es la esquina de Medrano y Costa Rica había aljibes que llegaban hasta las napas de Buenos Aires, había un horno panadero a leña, y había adoquines. En ese mismo lugar de Palermo, un siglo y pico después, está La Robla de Palermo. La esquina frente a la plaza es llamativa, bien amplia y de ventanales enormes. Adentro, es un restaurante con alma de bodegón español: carteles fileteados, jamones, el horno original del siglo XIX, paredes de ladrillo, mesas con manteles blancos en un salón con lugar para doscientos comensales, pero con una iluminación cálida que le da un toque íntimo. Un detalle imperdible es que la bodega y los aljibes históricos están bajo tierra y a la vista con paneles transparentes.  Decir La Robla es, desde los 80, hablar de cocina española y no defrauda: la carta tiene una enorme variedad de mariscos, pescados, cazuelas y guisados de varios rincones de la penísnula ibérica. El personal, amable, me ofrece para comenzar una cazuelita de callos a la madrileña, calamar provenzal y rabas. Aunque se trate de un tapeo, las porciones abundantes. Me recomiendan para seguir la paella valenciana, un plato también cargado y de sabores correctos, el arroz es azafranado y viene con verduras y con bastante pollo y mariscos. El imperdible, me dicen, es el cochinillo segoviano al horno de barro, es una preparación que no se encuentra en muchos lugares; ideal para compartir entre cuatro. La carta de vinos es bastante amplia y se puede beber una muy buena etiqueta a precios accesibles. La familia que es dueña del local recibe a la gente y colabora en el servicio del salón los fines de semana. El público del lugar es variado, pero suele llenarse de grupos de amigos y familias. La relación precio, calidad y cantidad es buena y es precisamente lo que caracteriza al lugar: comer rico y abundante, tomar un buen vino, en un lugar descontracturado y sin gastar una fortuna. Un lugar tradicional, que está volviendo a sus raíces.